Nunca había visto un vestido tan bonito. Para ser sincera tampoco había visto muchos, pero
puedo asegurar que era incluso mejor que el más hermoso que yo hubiera podido imaginar.
Era de manga larga, con puñitos y una falda rizada por debajo de la rodilla. Rosario había
hecho un trabajo maravilloso con aquel pedacito de tela azul con margaritas amarillas que le
llevé la semana anterior. Me quedaba como un guante, ¡parece que me lo estoy poniendo
ahora mismo!
Eran años duros después de la guerra. No había tela, ni mucho menos con qué comprarla.
Así que cuando aquel muchacho de Cueva de Agua apareció en casa con un pedacito de
tela para que me hicieran un vestido, se me iluminaron los ojos al ver semejante regalo.
Bueno, ¡un regalo! No eran épocas de regalarse mucho, la verdad, así que puedo decir que
aquel gesto fue algo mágico.
Debo reconocer que el muchacho me imponía mucho, era muy alto, ¡grandísimo!… y seco.
Cada vez que le veía aparecer con ese uniforme, el cinturón cruzado y la chapa de
municipal, me escondía detrás de papá. Iba y venía cada día montado en su mulo para traer
la correspondencia. Él, gran amigo de la familia y conocedor de mi terror, en uno de sus
innumerables viajes con el correo, quiso tener un detalle conmigo.
Mi familia era muy pobre, no teníamos nada y la guerra había dejado al pueblo tiritando. Solo
teníamos una gallina, una cabra muy mayor y un gatito. Nuestra gallina solía escaparse a
visitar a la gallina de Clodo, el vecino, quien más de una vez me llamaba la atención porque
le escarbaba el huertito y me tocaba ir a buscarla. ¡Pero la suya también venía a escarbarnos
el nuestro! Un día, harta de que siempre me peleara, decidí tomarme la justicia por mi
cuenta: me escondí detrás de las tuneras y cuando su gallinita llegó a nuestra huerta…¡pam!
¡Le lancé una piedra! Con tan mala suerte que le dí de lleno y la pobre cayó al suelo en el
acto. Yo solo quería asustarla, pero al parecer tenía más puntería de la que pensaba. Salí
corriendo de mi escondite a recogerla y fue en ese momento cuando descubrí mi fatal error…
¡era nuestra gallina! En alguna ocasión Clodo me preguntó por ella, por qué ya no venía a
escarbarle el huerto. Yo nunca le conté que nos la habíamos comido, pero la realidad es que
si ya teníamos poco, después de aquel incidente, teníamos aún menos: una cabra y un gatito.
La cabra, Carretilla, apenas daba ya leche y yo solía dársela a escondidas al gato con la
intención de salvarlo. Como mucho una cuarta de leche que yo ordeñaba cada día en mi lata
de carne “Mérida”. Esa carne estaba muy buena, aunque creo que era carne de caballo;
alguna vez encontré un pellejo muy raro con pelos… En fin, Carretilla estaba muy viejita, pero
yo tenía que encargarme de que pastara y cada mañana, después de ordeñarla, la llevaba
por La Castellana, una zona por debajo de casa que está muy cerca del acantilado. Nunca
tuve miedo, me crié saltando entre barrancos. En épocas de escasez de agua, descendía y
dejaba un cubo en mitad del risco de Bujarén, en un saliente por el que caía una gotita de
agua y que al cabo de dos días llenaría mi balde. Luego venía lo complicado, tenía que subir
con él en la cabeza haciendo equilibrios hasta llegar a casa. Yo era la única que lo hacía en
todo el pueblo. Era la más valiente.
Los días en que descendía a recoger el agua del barranco, tenía que dejar a Carretilla
amarrada a pie de un árbol en la Castellana, ya que podría caerse o hacerme caer a mí, así
que al atardecer volvía a recogerla. Ella siempre se quedaba muy tranquila esperándome,
sabía que yo volvería a por ella. Me solía esperar encima de una pared de piedra desde
donde veía un poco mejor el camino por el que yo llegaba. Controlaba la hora mejor que yo.
Pero aquel día, cuando estaba en casa enseñándole a mamá mi precioso vestido azul con
margaritas amarillas, mi primer vestido, vi como a lo lejos se acercaba una lluvia de esas que
caen a mares y recordé que Carretilla aun seguía amarrada en la Castellana. Salí corriendo
como alma que lleva el diablo a recogerla antes de que nos pillara el chaparrón y a pesar de
que salté y volé por aquellas huertas, finalmente nos alcanzó la tormenta. Como ya no hacía
falta correr, decidí volver poco a poco hasta casa, pues tampoco estaba Carretilla para
mucho trote y no parecía que la lluvia la molestara. No hacía sino pararse a comer hinojos.
A mitad de camino estaba completamente empapada, chorreando como aquella vez que se
me cayó el balde de agua por encima volviendo de Bujarén, tan solo que esta vez aún
quedaba más agua por caerme. Me detuve un momento junto a una pared y me escurrí un
poco el vestido. En aquel momento no pude creer lo que me estaba pasando… ¡el vestido se
estaba deshaciendo! ¡Pero por todos lados! No entendía nada, me estaba quedando
completamente desnuda y aún estábamos a mitad de camino. Ahora no solo tenía que
arrastrar de Carretilla sino también taparme el culo hasta llegar a casa…
─ Pero abuela, ¿no llevabas nada de nada debajo?
─ ¡Pero qué iba a llevar si no teníamos nada! Yo era una niña de nueve años con solo tres
trapitos que ponerme y aquel día estrenaba mi vestido nuevo que me llegaba por debajo de
la rodilla, antes de mojarse claro…
Después de un largo rato logramos llegar a casa, pero poco quedaba ya del vestido azul de
flores amarillas. Cuando mamá me vio entrar por la puerta puso el grito en el cielo: solo me
quedaban las costuras de los lados y los puños de las mangas. Resulta que no era tela lo
que aquel muchacho me había comprado, sino fliselina, una especie de tela, ¡pero de papel!
No podía creérmelo, pero yo nunca fui una niña de pelos en la lengua, así que al día
siguiente el muchacho del correo me iba a oír… y así fue, ese día recibió también un buen
chaparrón ¡le dije de todo! Se hizo muy chiquitito del enfado que tenía, no me impuso lo más
mínimo. Pobre hombre, él solo quiso tener un detalle conmigo pero, ¡con alguien tenía que
pagar mi enfado!
Ahora es solo una anécdota más, pero que siempre pone una sonrisa en mi cara cuando la
recuerdo. Nunca olvidaré lo bonito que era aquel vestido, ni tampoco lo poquito que me duró.
Pero lo importante que debes recordar, es que aunque durara poco… Carretilla fue mi
compañera y me hizo muy feliz. Volvería a por ella sin pensarlo una y otra vez.
Nunca olvides eso.